El diputado del PSOE José Enrique Serrano Martínez, durante una intervención en el Congreso.
El diputado del PSOE José Enrique Serrano Martínez, durante una intervención en el Congreso.Fernando Alvarado

Aunque la enfermedad le minó en sus últimos años, José Enrique Serrano nunca dejó de estar informado, de leer el BOE, de ocuparse y preocuparse de su PSOE, de trabajar en defensa de la democracia española y de aconsejar a decenas de personas, políticos y periodistas, que buscaban su criterio. Sin la menor duda, el mejor criterio de persona cabal, socialista de cabeza y corazón, y por encima de todo, un hombre de Estado. Esta definición, que cae en desuso día tras día porque es una figura en extinción, estaba pensada para este hombre que ha muerto a los 75 años. Después de jugar un papel fundamental y decisivo en las últimas décadas y en diferentes gobiernos socialistas.

Hace cinco años, la muerte de Alfredo Pérez Rubalcaba fue un duro mazazo para él, ya que ambos eran estrechos colaboradores y representantes de un estilo de hacer política y de respetar las normas y las leyes como mejor servicio al país y a una siglas, las del PSOE, que siempre llevaron en la cabeza y en el corazón.

José Enrique Serrano se sabía la Constitución y la legislación mejor que nadie. No en vano había estado al cargo de las entrañas del Estado como director de Gabinete de dos presidentes del Gobierno, Felipe González y José Luis Rodríguez Zapatero. Dos personalidades socialistas tan distintas, y últimamente tan distantes, que sin embargo, están unidas en la gestión de Gobierno por este licenciado en Derecho que pronto descubrió su vocación de servidor público, sin necesidad de tener un cargo de relumbrón.

Cuando Rubalcaba falleció repentina y prematuramente, muchos socialistas, observadores, analistas y periodistas se preguntaron a quién llamarían ahora para orientarse en la selva política en la que se había convertido el país. La única persona que podía sucederle como faro de la mejor política era José Enrique. No por ganas, sino porque lo consideraba una obligación ineludible, en sus últimos años se dedicó en cuerpo y alma, cuando la enfermedad le dejaba respirar que no era siempre, a defender el legado de la Transición y lo que la izquierda radical llamó despectivamente el régimen del 78.

Sus consejos eran solicitados por todas las instituciones del Estado, desde la primera, la Monarquía, hasta la última o más pequeña. Serrano era el hombre que resumía en su sabiduría la política con un sentido del servicio público. Muchos amigos le recomendaron que escribiera sus memorias. Algo hizo, pero no mucho. Coincidía con Rubalcaba en que lo que podía contar era poco interesante porque lo importante no podría escribirlo sin sentir que estaba traicionando su deber de lealtad y discreción.

José Enrique estuvo el la sala de máquinas de Moncloa con González y con Zapatero, por lo que la democracia española le debe mucho. Hay pocas personas tan respetadas dentro del PSOE. De todo el PSOE. Serrano sirvió con lealtad y responsabilidad al actual presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en los azarosos años del surgimiento de lo que se denominó «nueva política». Fue mandatado por el PSOE para buscar una salida a la cuestión catalana en tiempos de Rajoy, negoció el pacto con Ciudadanos que no llegó a ningún lado porque Podemos no se abstuvo para investir a Sánchez, y guio los primeros pasos en la construcción del organigrama de Gobierno que hizo presidente a Sánchez, y también presidió una comisión de estudio sobre la reforma de la Constitución. Fue su última aportación a la democracia y al parlamentarismo, del que fue un ardiente defensor.

Espantado, como tantos otros, de la deriva que está tomando la política española, José Enrique utilizaba la palabra «trastorno» para definir las graves crisis institucionales que sufre España. Y aunque no compartía las decisiones de Sánchez como presidente del Gobierno, su lealtad al socialismo español era más grande que su desacuerdo. Por eso guardó silencio y murió en silencio.

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